miércoles, 23 de diciembre de 2009

Enseñanzas de los Juegos de Rol - El Individualismo en los Tiempos Modernos

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La madre de un amigo me contó antaño de su situación vivida al enviudar de su marido. Básicamente, y por no aburrirles, se resumía la cosa en que, cuando empezó a ver en el barrio trato (ya saben, antaño en algunos barrios los vecinos se trataban; mal o bien, pero se trataban; ahora más bien hacemos como los monos de Vervet que, sometidos a condiciones de hacinamiento, se dedican con gran interés a estudiar el suelo en el que están sentados o el cielo sobre sus cabezas) basado en "Ay, pobrecilla, qué lástima, tan joven y ya viuda, mira qué pena", ella comenzó a responder algo parecido a "¿Lástima de mí? Para nada". Argumentaba ella que consideraba esos términos con que la trataban una forma de declararla inferior; digamos que la ponían por debajo de ellos a causa de su desdicha. Supongo que ello ayudó a que fuera teniendo cada vez menos relación con la gente del barrio.

 Quisiera yo relacionar este hecho con otro, permitan que les relate. El otro día estuve jugando al rol con mis amigos. Ya saben (o tal vez no), que si espadas por aquí, que si conjuros de magia por allá, que si batallitas por acá, y todo eso.
Esta vez la partida había degenerado, al rol le ocurre a veces, hasta el punto de que los jugadores, más que vivir aventuras, descubrir tesoros, enfrentarse a demonios y toda esa morralla, se habían puesto... a robar caballos en los poblados por los que paraban. Y luego a salir corriendo, claro. Y ocurrió en uno de los capítulos de tan épicas aventuras que unos jovenzuelos mozos cuidadores de la cuadra, apenas unos adolescentes, no bien vieron entrar a varios guerreros (los épicos jugadores de marras y apandadores de vocación) en el redil, y percatarse de que se dirigían hacia ellos sacando espadas y ballestas, optaron por la técnica de combate "perro veloz", esto es, salir en plan pies para qué os quiero, huyendo del establo y probable futuro matadero aprovechando que la puerta de atrás no les quedaba muy lejos. Chillando, berreando y pidiendo socorro, por aquello del pánico de la situación.
Hasta aquí todo normal, como verán. Después de todo, a poco que tuviera carretera, la estampida despendolada es el método que yo usaría, y sin duda usted, amable lector, en no pocas situaciones como estas.
Verán ustedes, no me quiero meter otra vez en fregados de explicaciones sobre cómo funcionan los juegos de rol, pero debo recordarles que el comportamiento de personajes como eso mozos de cuadra lo decide uno de los que está allí con nosotros en la partida. Detallo esto porque ocurrió que a los aguerridos jugadores, héroes futuribles y cuatreros de poca monta a tiempo parcial, no les convenía en aquel momento otra cosa salvo que los cuidadores del establo se estuvieran quietecitos, calladitos, y se dejaran matar sin alertar a nadie del pueblo. De modo que, dicho y hecho, como las cosas se ven de otro modo según de qué lado está uno, los jugadores empezaron a argumentar que era absurdo que alguien atacado, agredido o amenazado corriera, gritara o huyera. Que si en los atracos la gente no corre, que si correr es peligrosísimo porque le disparan a uno, y hasta alguno de los allí presentes puso un ejemplo, miren ustedes qué cosa, de cómo él no corrió cuando le atracaron un día en la calle.
Una bobada tal argumentación, desde luego. Habrá quien corra, quien no corra, quien se enfrente a los malhechores y quien se desmaye en el sitio, dependiendo de múltiples factores.
Pero es cierto detalle el que desearía yo que analizáramos en esta ocasión: la aventura se jugaba en un poblado pequeño, rústico, de ambientación y desarrollo tecnológico estilo medieval, sin las peculiaridades de la vida moderna en las atiborradas ciudades del mundo industrial actual, y, por tanto, donde era más de esperar la existencia de personas llanas y sencillas por habitantes. Opino que, ambientando el juego en una sociedad así, fue plenamente acertada la decisión de quien animaba a los mozos de cuadra: gentes de tal ambiente pedirían ayuda a su entorno social inmediato, se sentirían menos humillados por mostrar debilidad o miedo, y hasta quizá más de uno se arriesgaría a llevarse un disparo de ballesta por sus gritos con tal de advertir a sus paisanos del peligro.

Justo al contrario que la madre de mi amigo. Y justo al contrario, también, de lo que haría yo, que ahora que lo pienso creo que me parto un brazo en la calle y lo mismo hasta escondo los gestos de dolor por tal de que no se enteren los demás.

Hasta la tribu hemos, ya, perdido, con este individualismo y competitividad propio de los tiempos modernos.



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