domingo, 6 de septiembre de 2009

Medicandose por Afición

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FalsiMedia, que ya he dicho en alguna ocasión que es el nombre que los internautas de pro (o sea, los más inadaptados sociales de todos) damos a la prensa escrita, radio y televisión, nos corea a menudo que no debemos aconsejarnos medicamentos entre nosotros (esto es, sin médicos ni farmacéuticos por medio), e incluso cita a la automedicación como uno de los grandes problemas de salud en nuestra sociedad. "Ante cualquier duda, acuda a su médico" nos dicen.
Bien, pues algo de razón tienen, que más de una vez me ha dicho el amigo de turno: "Tú te compras Polimorfindurrín 10mg, te tomas media tableta, y se te quita eso, fijo", y luego nada de nada, tiempo perdido.
Pero también eso me ha pasado con el médico hecho y derecho, ¿a quién no? Con la diferencia de que he tenido que pedir hora, esperar días (cuando menos) a la cita, horas en la sala de espera, y aguantar algún que otro trato displicente. Y es que, en España al menos, hemos tenido durante mucho tiempo una situación de intocabilidad del médico tras su escritorio, con su aire distante, cuando no de suficiencia o de sabio en la montaña, infalible en sus postulados y al que es de necios no ya discutirle, sino meramente consultarle el porqué de que nos recomiende tal o cual medicamento, o tal o cual terapia. Que te tomes la pastilla y a tu casa. Y callado, que soy infalible. Si los cardiólogos prohibían el pescado azul en la década de los 70 yo no quiero saber nada de eso.
Y eso no es medicina. Medicina requeriría que el galeno nos siguiera a casa o nos acompañara durante el día (varios días incluso) para analizar nuestros hábitos. Medicina requeriría multitud de preguntas al paciente y hablar largo y tendido con él para determinar el origen de sus males. Medicina requiere, más que una actitud de computador dispensador automático de medicamentos, el conocer en profundidad al paciente; al menos en las facetas que sea necesario conocer. ¿Sueno ridículo? Bien, quizá no sea factible llegar a tanto, pero un médico del barrio, al que podríamos saludar a diario y que nos preguntara por nuestro dolor de espalda al cruzárnoslo no suena tan inalcanzable.
En lugar de ello tenemos a un extraño que atiende a otro extraño al que se quiere quitar de encima cuanto antes, y cuya salud le importa en realidad, y posiblemente, muy poco. Es lo que tiene el mundo moderno individualista y competitivo: el prójimo es un presunto competidor; y eso incluye al paciente.
¿Y qué pueden hacer ellos, probablemente abnegados la mayoría, ante la avalancha de pacientes que el modo de vida desbocado de nuestro sistema socioeconómico ha provocado y que les obliga a disponer de escasos minutos por enfermo? ¿No es fácil, entonces, que cedan al trato frío (eufemismo para no decir que a veces lo tratan a uno como a un ternero)?

Parece que la recomendación del amigo, quien sabrá poco de medicina, pero al menos se interesa por nuestra salud y conoce algo de los factores que rodean nuestra vida, no ha de ser siempre por fuerza algo tan absurdo.


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